viernes, 1 de febrero de 2013

Doce sudorosos días en la Irak ocupada por Bush

Una lectura del Diario de Irak de Mario Vargas Llosa

El inolvidable Gordo Osvaldo Soriano escribió alguna vez que de las crónicas periodísticas sólo perdura el estilo y que por eso hoy se siguen leyendo con deleite textos de Roberto Arlt o Rodolfo Walsh. Con ironía o sarcasmo, muchos críticos de los personajes que habitan los medios dicen que todo periodista gráfico sueña con ser escritor, o que por lo menos, lo que publique un domingo no sirva sólo para envolver media docena de huevos el lunes. Mario Vargas Llosa recorre el camino inverso. Extraordinario escritor, nacido en Perú en 1936, integrante de la mítica generación del boom latinoamericano, autor de obras capitales de la literatura en español (Conversación en la Catedral, La ciudad y los perros, La señorita de Tacna, entra otras), ganador del Premio Cervantes y el Nobel de Literatura entre otras distinciones, suele bajar a ensuciarse en el barro de la discusión política coyuntural en furibundos artículos que la prensa liberal del continente le publica con generosidad. En plena ocupación norteamericana de Irak, Vargas Llosa emprendió junto a su hija Morgana, fotógrafa profesional, un reportaje de aquellos días tumultuosos que es un ejemplo de periodismo y literatura unidos con maestría.

Escrito en pleno viaje, entre el 25 de junio y el 6 de julio de 2003, y corregido días después en España, Vargas Llosa, como García Márquez, sabe cómo comenzar un texto para que quedemos atrapados desde la primera línea. “Irak es el país más libre del mundo, pero como la libertad sin orden y sin ley es caos, es también el más peligroso”. Así inicia la primera de las notas, titulada La libertad salvaje, donde describe con asombro el pandemonio de un Bagdad derruido, en dónde el calor sofocante, la falta de agua potable, los constantes cortes de electricidad y un tránsito endemoniado totalmente carente de reglas, hacen la vida poco menos que intolerable. Sin embargo, a través de las siguientes notas, en lo que se constituye como el punto más fuerte del trabajo, en una serie de entrevistas a iraquíes increíblemente esperanzados, Vargas Llosa parece aprender a convivir con el calor omnipresente y una anarquía casi salvaje, apoyado en los testimonios emocionantes de personas que, sobrevivientes de una sangrienta dictadura y resentidos de la brutalidad de la ocupación norteamericana, sueñan con salir adelante.

Aquí el autor desplegará, como ha sido habitual en sus apariciones y escritos públicos de los últimos años, una posición ideológica firme y sostenida. Reticente antes de este viaje a apoyar la ocupación aliada de Irak sin la venia de las Naciones Unidas, ya en Bagdad su opinión cambiará radicalmente. Sabiendo que como precedente legal, que uno o varios países se arroguen el derecho de intervenir militarmente en otro en forma unilateral -sobre todo esgrimiendo argumentos falsos como la existencia de armas de destrucción masiva nunca encontradas-, es algo peligroso que puede justificar cualquier aventura de tipo colonial, el autor de Pantaleón y las visitadoras se permite apoyar la intervención norteamericana sin medias tintas. Lo llama “el mal menor”, y cree que la destrucción de la dictadura de Sadam Hussein era una razón suficiente para justificar la invasión. El sangriento gobierno de Hussein ha sido ampliamente documentado como una dictadura corrupta y cruel y Vargas Llosa se apoyará en la abrumadora evidencia de la brutal represión interna de Hussein contra su pueblo para justificar y bendecir la invasión. A conciencia, prefiere dejar de lado el olor impregnado a petróleo de la misión de Bush. De paso aprovecha para espejar y comparar aristas del régimen depuesto con los gobiernos de Fidel Castro o Hugo Chávez, continuando con la prédica incesante que emprendió en los últimos años contra los gobiernos latinoamericanos a quienes comunicadores propagandísticos de los intereses de los grandes grupos económicos llaman despectivamente “populistas”.

Honesto en la descripción de los sentimientos del pueblo iraquí, Vargas Llosa reflejará el sentimiento antinorteamericano del todo el mundo árabe describiendo cómo se mueven las tropas de la ocupación, cuál es su relación con el pueblo invadido y cómo los ocupados, que un primer momento apoyaron al ejército aliado, deseaban ahora que cada soldado extranjero vuelva a su casa de una buena vez. Hay cientos de historias de abusos y maltratos, sobre todo a mujeres, que circulan por Bagdad de boca en boca y, además, todos acusan a los norteamericanos de extrema pasividad ante los saqueos y disturbios callejeros que siguieron a la caída del régimen y que destruyeron literalmente a Bagdad. Sin embargo, en una accidentado reportaje al responsable político de la ocupación, el embajador Paul Bremer, a quien llama brutalmente sincero como “el virrey”, Vargas Llosa se muestra casi condescendiente con las justificaciones políticas del emisario de Bush a quién describe cándidamente como un hombre que “habla con la convicción de un misionero y creo que cree lo que me dice”.

La crónica maestra de Vargas Llosa tiene un plus esencial. Está acompañada de una serie de fotografías de su hija, Morgana Vargas Llosa, que bien podrían haberse publicado en forma independiente de las notas de su padre y aun así formarían un corpus de auténtica calidad periodística. Cada foto tiene como texto explicativo un relato en primera persona que en sí mismo es una pequeña gran historia que le da carácter humano y personal a un conflicto internacional gigante.  Para la recopilación de las notas, que fueron editadas en libro, Vargas Llosa agregó cuatro notas de opinión posteriores, que publicadas en diferentes diarios del mundo exponen, con la habitual dureza ideológica y claridad conceptual que siempre expone, cuál es su opinión del conflicto, su apoyo a la invasión, su críticas despiadadas al presidente francés Jacques Chirac por liderar el rechazo europeo a la intervención y la permanente alusión a los “populismos demagógicos” latinoamericanos, a quienes detesta en forma militante.

Diario de Irak es un ejercicio brillante de literatura y periodismo casi atemporal, que permite leer con placer y discutir con apasionamiento con un escritor brillante, un intelectual notable y una personalidad firme. Sus bravuconadas políticas, cada vez más afines al liberalismo económico, a quien defiende muchas veces casi cayendo en la caricatura, no pueden ni deben hacernos perder el encanto, la gracia y el talento de un hombre que hace con naturalidad lo que tantos, con tanto esfuerzo, no pueden alcanzar.

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